Las campanas de la iglesia comenzaron a sonar llamando a los fieles, cosa harto extraña porque no era la hora habitual del oficio. A pesar de la improvisada convocatoria fueron pocos los que no asistieron. Estaban en una ciudad pequeña, los rumores de trolls en las montañas y la acalorada discusión del obispo con el conde eran ya la comidilla del lugar.
Los que esperaban una soflama revolucionaria o algún reproche al conde quedaron decepcionados. El obispo Klaus ofreció una breve misa en la que pidió a sus feligreses que aportaran mantas, medicinas, comida y bienes de primera necesidad para llevarlos a Pyhä Vouri. Al terminar el oficio se despidió diciendo:
—Presiento que de un modo u otro esta es la última vez que seré vuestro pastor.
Se retiró un buen rato para rezar en la capilla y no quiso hablar con nadie. Cuando regresó parecía otro hombre. Había recortado su hábito de obispo para que la larga túnica no entorpeciera su movimiento en las montañas. Sobre la misma brillaban peto y hombreras metálicas, recuerdos de una vida anterior que creía ya olvidaba. Con el hábito ajustado por un grueso cinturón negro se dejaba ver su corpulenta constitución, algo que siempre había disimulado bien con las holgadas vestimentas de clérigo. Sus hombros eran anchos y los brazos fornidos como los de un leñador, oficio que por cierto también había desempeñado en sus años más mozos. El pelo largo y blanco lo llevaba recogido en una coleta con una delgada tira de cuero, la gran barba cana le daba un aire de guerrero ancestral. De un arnés a su espalda colgaba una impresionante hacha danesa de dos manos, en cuya hoja podían apreciarse antiguas runas grabadas. Un medallón de plata tintineó suavemente sobre el peto de la armadura. Si uno se fijaba en él podía observarse una escena que representaba la silueta de un reno de excepcional cornamenta bramando a la luna con un bosque de fondo. Las piernas iban bien forradas con botas y pantalones de piel para el frío, una capa con capucha terminaban su indumentaria.
Los fieles le miraban boquiabiertos mientras él pasaba a su lado sin prestarles atención. Solo se detuvo en la puerta de la iglesia para introducir en un gran saco las ofrendas para la aldea. Alguien se puso a su lado y comenzó también a meter regalos en otro saco. Klaus la reconoció, era Fanni, la chica que había traído a la pequeña Ilma a la Sala del Consejo. La chica tenía fama de revoltosa e indomable.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó.
—Es mucho peso para que lo lleve una sola persona. Iré contigo.
La respuesta le dejó estupefacto.
—Gracias, pero es un viaje demasiado peligroso para una mujer —se negó él.
—¡Ah, vale! Entonces no hay problema. Te dejaré con tus ayudantes… ¡Oh, espera! Si no hay nadie que te ayude, ¿verdad? No tienes que preocuparte por mí, sé defenderme sola —señaló picajosa Fanni la espada corta y el arco que portaba.
Recordó que había otra cosa por lo que la chica era famosa, su obstinada cabezonería.
—Está bien, pero mantente en silencio y haz únicamente lo que yo diga —concedió Klaus finalmente.
—Como si hablar con un viejo gruñón fuera una gran cosa. ¡Ja!
Y sin más palabras los dos se echaron los sacos al hombro.
—Antes de partir debo despedirme de Ilma —pidió Fanni.
Klaus asintió con la cabeza.
—Nos vamos, pequeña. Te quedarás con una buena amiga mía, vas a estar muy bien con ella. No te preocupes, volveremos a por ti —dijo dándole un cariñoso abrazo.
—No deberías hacer promesas que no sabes si vas a poder cumplir —dijo Klaus una vez la niña ya no podía oírles.
—¿Piensas acaso incumplirla o tienes intención de morir en el viaje? —preguntó ella.
—No entra en mis planes, no. Pero... —intentó responder Klaus sorprendido por la pregunta.
—Pues con eso ya me vale —interrumpió la mujer.
Klaus rió, era imposible ganar una discusión con ella. No recordaba cuándo había sido la última vez que se había reído.
Los dos se dirigieron a la puerta del norte. El sargento de guardia los escrutó con extrañeza al verlos llegar.
—¡Alto! Tengo órdenes del conde de no dejar salir a nadie de la ciudad —les advirtió.
Klaus se plantó delante de él.
—Yo sirvo a una autoridad superior a la del conde y a la de todos los reyes de este mundo. Voy a cruzar esa puerta lo quieras tú o no.
El sargento comenzó a dudar, detener al obispo no era cualquier cosa y el tipo parecía bastante capaz de cumplir su amenaza. En el fondo tenía razón, era un hombre de la iglesia y no tenía autoridad sobre él.
—Puedes pasar, pero ella se queda —dijo el sargento.
—¿Por qué? —protestó Fanni.
—Porque el conde ha dicho que nadie sale de la ciudad. ¿Está claro?
—¿Seguro que fue eso lo que dijo? Yo estaba allí y recuerdo claramente sus palabras, que no enviaría ni a un solo hombre. ¿Tengo yo aspecto de ser un hombre? —dijo la pelirroja haciendo gala de sus pechos con un burlón contoneo de cintura.
Los guardias y los curiosos que se habían congregado estallaron en carcajadas con la ocurrencia de Fanni. El sargento, bastante azorado, ya solo quería quitarse de encima a los incómodos viajeros.
—¡Abrid las puertas! —ordenó a sus hombres.
Klaus y Fanni se calzaron las metálicas garras de hielo para poder caminar en la nieve y se alejaron rumbo a la montaña. Los que les miraban desde los muros siguieron la túnica roja de Klaus hasta que desapareció engullida por los copos que arrastraba la ventisca.
Caminaron durante horas por pendientes caminos. Klaus admiraba a la chica en silencio, a pesar del inclemente tiempo, las adversidades del camino y la carga que transportaba no se quejó ni en una ocasión. Incluso a él le crujía la espalda por el esfuerzo, las canas que poblaban su cabello no eran precisamente signos de juventud, pero él también aguantó sin rechistar.
Klaus se detuvo y levantó el brazo en silenciosa señal para que Fanni hiciera lo mismo. Creía haber detectado algo moviéndose tras una roca y un amortiguado crujido le llegaba desde la misma posición. Se agachó y avanzó a gatas, indicando a su compañera que permaneciera en el sitio. El movimiento no venía de detrás de la gran piedra, ni siquiera se trataba de una piedra realmente. Era un troll, su dura piel se confundía fácilmente con las rocas. Estaba sentado y de espaldas, ignorante de la presencia del humano. Incluso en aquella posición su tamaño era mayor que el de Klaus, en pie debía duplicarlo de largo. El ruido lo producía la imponente criatura al roer unos largos huesos. Delante del troll pudo distinguir una mancha roja que contrastaba con el manto de virginal nieve blanca, restos de ropa destrozada veíanse esparcidos a su alrededor. El viejo guerrero no pudo evitar pensar en el padre de la pequeña Ilma. La furía se apoderó de él, se puso en pie respirando pesadamente y sacó la pesada hacha de su funda. La aferró con fuerza para espantar el miedo que amenazaba en los bordes de su conciencia y se lanzó a la carga profiriendo un gutural grito de guerra que ya usaban sus antepasados vikingos.
El monstruo se dio la vuelta al escuchar el alarido, todavía sujetaba en su mano una tibia a la que intentaba sorber el tuétano y su expresión era estúpida. Los trolls no tenían depredadores naturales y no parecía entender la intención de aquel hombrecillo que se acercaba hacia él gritando como un loco. Lo entendió cuando el filo del hacha de dos manos arrancó un trozo de su muslo. La criatura se puso en pie profiriendo un chillido de dolor que era como un desagradable chirrido, desechó los restos de su siniestro festín y se encaró hacia el humano con los brazos abiertos, deseando hacerle pagar al insolente insecto las molestias que le había ocasionado. En pie resultaba todavía más impresionante, con casi cinco varas de alturas y una envergadura de casi dos medidas de hombro a hombro. Su rostro inhumano apenas tenía facciones, dos hendiduras circulares hacían la función de ojos y otra bajo ellos era su boca. La pétrea piel aparecía cubierta de musgo, cuando los trolls “dormían” resultaban indistinguibles de cualquier formación rocosa. Lo extraño era que aquellas criaturas raramente dejaban sus grutas subterráneas, la luz no les gustaba. Aunque bien era cierto que con la interminable nevada hacía ya más de una semana en la que el astro rey no había aparecido en el cielo, siempre oculto tras la gruesa capa de nubes.
Dos flechas chocaron contra la dura coraza natural de la criatura, una se clavó en el cuello y la otra se rompió, incapaz de penetrar el blindaje. Klaus echó un rápido vistazo a su espalda y pudo ver a Fanni, que ya se apresuraba a realizar un nuevo disparo.
El troll realizó un barrido con el brazo derecho que envió a Klaus volando por los aires a más de tres varas de distancia. La imprevista rapidez del monstruo le cogió por sorpresa, bufó cansado cuando rodó sobre la nieve.
—Estoy demasiado viejo para esto —susurró entre dientes antes de volver a levantarse.
CONTINUARA.