Libro de Hob
Entrada del 28.04.2013. Era de La Bestia.
Escuché la voz de Bahal en HOB.
Dicen que soy un paranoico; que veo conspiraciones por todos sitios. Yo sé muy bien lo que digo. Los de Media Games no son lo que aparentan ser. El Virtual WarGame tampoco es el juego que todos creen: lo utilizan para esclavizar a la gente, para influir en su pensamiento y obligarles a matar a la gente sin que la culpa recaiga sobre ellos.
La partida que voy a postear a continuación es la prueba fehaciente de que lo que digo es cierto y no son las imaginaciones de un loco. Podréis juzgar por vosotros mismos.
Las montañas del Marrak estaban sumidas en un bochornoso ambiente caliginoso. Sus altas cumbres, las más altas de Nueva Pangea, por encima incluso del Monte Everus, rasgaban el velo de las nubes y se perdían en el cielo. Hacía miles de años que los sapiens habían dejado de poblar sus inhóspitas faldas. Ahora moraban en ellas las bestias, la especie dominante en el planeta.
Cientos de kilómetros de escarpadas montañas servían de cobijo a innumerables especies: Porkomínidos, el Homo Caprensis, el Rodentsis y el Lupensis; así como todo tipo de Antrópodos, como los Formínidos, los Skorpii o los Crabens. Pero en aquellas tierras dominaba el Homo Trollensis, una de las razas más brutales entre los Bestiae, junto al Ogris.
Los Trollensis carecen de inteligencia, son moles de músculos que responden con extremada violencia ante cualquier contradicción o inconveniente que se planteara a sus mentes obtusas. Lo mejor era llevarse bien con ellos o mantenerse lo más alejado posible de sus dominios.
Entre los Trollensis del Marrak destacaba uno por su particular rudeza en el gobierno de sus semejantes: el llamado WinsTroll el Irascible. Hacía falta bien poco para inflamar su cólera y provocar grandes penurias sobre el que osara contrariarlo. De este modo se imponía ante sus adversarios y ante quien pretendiera ocupar sus dominios.
WinsTroll se ocupaba a la productiva ganadería de los Megarácnidos de combate, una especie de capacidad destructiva que criaba su clan desde hacía tres generaciones. Los Megarácnidos eran bestias implacables del tamaño de un toroceronte, pero veloces como los Megafélidos de Eurasia. Al igual que los antrópodos, carecían de sentimientos, no conocían el miedo y nunca abandonaban el campo de batalla mientras pudieran realizar el postrer ataque. Su fortaleza y resistencia eran incomparables; podían permanecer largas temporadas sin alimentarse y su capacidad letal no mermaba un ápice. Acabar con uno solo de ellos era una tarea ardua, sus patas les conferían una capacidad de movimiento inigualable y debían perder casi todas para quedar inmovilizadas. Aún así, sus enemigos debían guardarse de su poderosa mordedura, la cual inoculaba un veneno paralizante que actuaba a los pocos segundos, dejándolos a su merced, ante una muerte despiadada.
Así de peligrosos eran los Megarácnidos, quien los empleaba tenía garantizada la victoria. Sería necesaria la fuerza de toda una tribu de Ogris enloquecidos de rabia para aplastar un ejército de esas bestias.
Y WinsTroll el Irascible poseía miles de ellos. Por esa razón se había hecho el amo de la región. Su fama llegaba hasta las selvas de Cong, en el Sur; y hasta el Desierto de las Chimeneas en ArHell, donde regía el metamorfo Hafar, dueño de un ejército de antrópodos que causaban incalculables desastres entre los sapiens del Medíter. El déspota Trollensis cobraba al resto de Bestiae un impuesto por la vida y no siempre se mostraba satisfecho con eso. Cuando a él le apetecía, lanzaba su ejército de Megarácnidos sobre ellos, sembrando la muerte, para dejar bien clara su supremacía.
Todas las Razas Bestiales de los alrededores le temían. Siempre buscaban la forma de agradarle, con dádivas varias, con oro, incluso con pepitas de Magia. Los Rodentsis de Nido Roddor, recién instalado en el Marrak, le proporcionaban sapiens para su diversión. Sin embargo, él se aburría demasiado rápido con ellos; eran frágiles y se morían en seguida de arrancarles los miembros. Los antrópodos le divertían mucho más, podía martirizarlos durante semanas sin que se afectaran por ello y todavía se mostraban pugnaces si te acercabas.
A WinsTroll pocas cosas le causaban interés a parte de su ganado. Vivía aislado, no le gustaban las visitas ni los vecinos, aunque fueran de su misma especie. Los Trollensis eran seres huraños y codiciosos que gustaban almacenar aquello que les llamaba la atención. En su caso eran los caleidoscopios de cuarzo, los cuales contemplaba embelesado durante horas, mientras sus Megarácinos pacían en las montañas.
Esa nubosa mañana se encontraba ensimismado con su caleidoscopio favorito, uno fabricado por los dwergos de Castra Semporium, que producía rutilantes colores y despertaba oníricas sensaciones en su mente. Lo giraba y lo giraba, emitiendo estentóreas risotadas, en tanto los fragmentos de cuarzo de diferentes colores cambiaban a nuevas formas evocadoras. Ya se había olvidado de la promesa de aquel rodent plañidero y adulador de Roddor, quien le había mandado a sus esbirros para transmitirle la noticia de que a lo largo de aquel día le harían obsequio de una hembra sapiens para su deleite personal.
Después de merendarse a dos de ellos y escupir sus desaboridos huesos, los despachó de vuelta al nido y se entregó a su labor cotidiana, en la plácida tranquilidad de sus montañas, junto a su adorado ganado, que no producía más ruido que el sus mandíbulas triturando huesos al engullir apestosos porkos.
-¡Ja, ja! ¡Ja, ja, ja!- reía de forma estulta mientras daba vueltas al tubo de metal. Los destellos de cristal le producían cosquillas en sus enormes ojos.
El troll era un inmenso ejemplar de cuatro metros de altura con la piel grisácea como la Galena e igual de dura. De las vértebras de la espina dorsal y de los hombros le nacían unas crestas óseas, gruesas y robustas que le conferían una apariencia indestructible. Sus brazos, alargados hasta el suelo, terminaban en unas desmesuradas manazas con las que podría estrangular un mamutte sin problemas. Las facciones de su rostro bestial habían perdido toda semblanza con las humanas, al contrario de los Ogris, que aún las conservaban, aunque deformadas; la nariz era inexistente, solo dos orificios para respirar en un morro chato, hendido por una cavernosa boca de colmillos turgentes; y los ojos eran dos esferas crueles que destellaban con pupilas amarillas, colmadas de maldad.
Se hallaba sentado sobre un risco, entretenido con el juguete de los dwergos, mientras que su rebaño de Megarácnidos se extendía a sus pies. Resultaba aterrador contemplar a miles de aquellas bestias desplazándose ociosamente por la ladera, bajo los nubarrones que tamizaban la escasa luz solar, sin apenas producir sonidos. El amarillo y negro de sus cuerpos peludos resaltaba frente a los agrestes tonos de las montañas como infernales flores.
De pronto una voz estruendosa tronó en su diminuta cabeza de frente prominente:
-WinsTroll, escúchame...
-¿Eh?- se golpeó la sien al sentir la invasión- ¿Quién eres?- bramó con exasperación.
“Debes obedecerme” siguió hablando la voz, ignorando su pregunta.
No conocía el poseedor de esa voz pero sí la reconocía, ya la había escuchado antes. Una vez le había ordenado que lanzara sus Megarácnidos contra las tropas del metamorfo Hafar, el Mantis, que intentaban asolar Nido Roddor. También le había disuadido la vez que intentó abastecerse de rodents porque estaba escaso de reservas para su ganado. Ambas con idéntico resultado: un recalcitrante dolor que hacía estallar su cabeza.
-¡No!- rugió colérico- ¡Esta vez no cumpliré tu voluntad!
El castigo fue inmediato, pareció que un rayo atravesaba su mente con su descarga y le paralizaba el cuerpo. Preso de un indecible dolor cayó por el suelo y rodó unos metros. Quería arrancarse la cabeza con tal de que parara.
Los Megarácnidos reaccionaron con prontitud y se agolparon a su alrededor, aquilatando sus posibilidades. Si su amo mostraba la mínima debilidad lo devorarían sin compasión.
“Dirígete a Nido Roddor con tus fuerzas, allí necesitan tu ayuda”
-¿Por qué iba yo a prest...Ahhggg!
“Mata al Autarka. Ha profanado mi reino”.
-¿El Autarka? ¿Quién es ése?
El intenso dolor debilitó su presión.
“¡Mata al Autarka! ¡Mata, mata, mata!”. Recibió como única respuesta. La última palabra se repitió como un eco sin fin en su mente hasta producirle locura.
-¡Lo haré, lo haré!- cedió al final, cerca del deliro-. Mataré a ese maldito Autarka para que me dejes tranquilo de una vez.
Entonces una imagen precisa de un sapiens colosal y una chica se implantó en su cerebro.
A la luz diurna el aspecto del Autarka era más estremecedor que en el túnel. La melena desaliñada y la barba desgreñada estaban cubiertas de cuajarones de sangre reciente, de igual modo que sus ropajes de cuero, con antiguos desgarrones cosidos de forma burda y otros nuevos que se sumaban al desastre. Del cinto colgaban dos siniestras pistolas sónicas, de fabricación dwerga; al lado pendían sus puñales de magiacero, largos para un humano común, pero pequeños para su gigantesca figura. Sobre la harapienta almilla cruzaba un arnés con el que sujetaba, por delante, otras dos pistolas, modelo Ray-Brand de cañón largo, y por detrás un par de hachas con runas de Magia, que ahora permanecían apagadas.
Justine caminaba a su zaga, sin poder contener un escalofrío cada vez que lo miraba. Su hedor se emparejaba con su suciedad. El Autarka no le dirigió la palabra en todo el rato, como si ella no estuviera, ignorando sus preguntas, mientras caminaba con la vista clavada al frente a grandes trancos que ella seguía con denodada dificultad. Tenía prisa por llegar a Pitya, como si le estuvieran esperando en otro lugar. O como si temiera algo.