sábado, 14 de diciembre de 2019

SOLSTICIO DE SANGRE (PARTE 2)


Las campanas de la iglesia comenzaron a sonar llamando a los fieles, cosa harto extraña porque no era la hora habitual del oficio. A pesar de la improvisada convocatoria fueron pocos los que no asistieron. Estaban en una ciudad pequeña, los rumores de trolls en las montañas y la acalorada discusión del obispo con el conde eran ya la comidilla del lugar. 
Los que esperaban una soflama revolucionaria o algún reproche al conde quedaron decepcionados. El obispo Klaus ofreció una breve misa en la que pidió a sus feligreses que aportaran mantas, medicinas, comida y bienes de primera necesidad para llevarlos a Pyhä Vouri. Al terminar el oficio se despidió diciendo:
—Presiento que de un modo u otro esta es la última vez que seré vuestro pastor.
Se retiró un buen rato para rezar en la capilla y no quiso hablar con nadie. Cuando regresó parecía otro hombre. Había recortado su hábito de obispo para que la larga túnica no entorpeciera su movimiento en las montañas. Sobre la misma brillaban peto y hombreras metálicas, recuerdos de una vida anterior que creía ya olvidaba. Con el hábito ajustado por un grueso cinturón negro se dejaba ver su corpulenta constitución, algo que siempre había disimulado bien con las holgadas vestimentas de clérigo. Sus hombros eran anchos y los brazos fornidos como los de un leñador, oficio que por cierto también había desempeñado en sus años más mozos. El pelo largo y blanco lo llevaba recogido en una coleta con una delgada tira de cuero, la gran barba cana le daba un aire de guerrero ancestral. De un arnés a su espalda colgaba una impresionante hacha danesa de dos manos, en cuya hoja podían apreciarse antiguas runas grabadas. Un medallón de plata tintineó suavemente sobre el peto de la armadura. Si uno se fijaba en él podía observarse una escena que representaba la silueta de un reno de excepcional cornamenta bramando a la luna con un bosque de fondo. Las piernas iban bien forradas con botas y pantalones de piel para el frío, una capa con capucha terminaban su indumentaria. 
Los fieles le miraban boquiabiertos mientras él pasaba a su lado sin prestarles atención. Solo se detuvo en la puerta de la iglesia para introducir en un gran saco las ofrendas para la aldea. Alguien se puso a su lado y comenzó también a meter regalos en otro saco. Klaus la reconoció, era Fanni, la chica que había traído a la pequeña Ilma a la Sala del Consejo. La chica tenía fama de revoltosa e indomable.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó.
—Es mucho peso para que lo lleve una sola persona. Iré contigo.
La respuesta le dejó estupefacto.
—Gracias, pero es un viaje demasiado peligroso para una mujer —se negó él.
—¡Ah, vale! Entonces no hay problema. Te dejaré con tus ayudantes… ¡Oh, espera! Si no hay nadie que te ayude, ¿verdad? No tienes que preocuparte por mí, sé defenderme sola —señaló picajosa Fanni la espada corta y el arco que portaba.
Recordó que había otra cosa por lo que la chica era famosa, su obstinada cabezonería.
—Está bien, pero mantente en silencio y haz únicamente lo que yo diga —concedió Klaus finalmente.
—Como si hablar con un viejo gruñón fuera una gran cosa. ¡Ja! 
Y sin más palabras los dos se echaron los sacos al hombro. 
—Antes de partir debo despedirme de Ilma —pidió Fanni. 
Klaus asintió con la cabeza. 
—Nos vamos, pequeña. Te quedarás con una buena amiga mía, vas a estar muy bien con ella. No te preocupes, volveremos a por ti —dijo dándole un cariñoso abrazo. 
—No deberías hacer promesas que no sabes si vas a poder cumplir —dijo Klaus una vez la niña ya no podía oírles.
—¿Piensas acaso incumplirla o tienes intención de morir en el viaje? —preguntó ella.
—No entra en mis planes, no. Pero... —intentó responder Klaus sorprendido por la pregunta.
—Pues con eso ya me vale —interrumpió la mujer.
Klaus rió, era imposible ganar una discusión con ella. No recordaba cuándo había sido la última vez que se había reído. 
Los dos se dirigieron a la puerta del norte. El sargento de guardia los escrutó con extrañeza al verlos llegar. 
—¡Alto! Tengo órdenes del conde de no dejar salir a nadie de la ciudad —les advirtió.
Klaus se plantó delante de él.
—Yo sirvo a una autoridad superior a la del conde y a la de todos los reyes de este mundo. Voy a cruzar esa puerta lo quieras tú o no. 
El sargento comenzó a dudar, detener al obispo no era cualquier cosa y el tipo parecía bastante capaz de cumplir su amenaza. En el fondo tenía razón, era un hombre de la iglesia y no tenía autoridad sobre él. 
—Puedes pasar, pero ella se queda —dijo el sargento.
—¿Por qué? —protestó Fanni.
—Porque el conde ha dicho que nadie sale de la ciudad. ¿Está claro? 
—¿Seguro que fue eso lo que dijo? Yo estaba allí y recuerdo claramente sus palabras, que no enviaría ni a un solo hombre. ¿Tengo yo aspecto de ser un hombre? —dijo la pelirroja haciendo gala de sus pechos con un burlón contoneo de cintura.
Los guardias y los curiosos que se habían congregado estallaron en carcajadas con la ocurrencia de Fanni. El sargento, bastante azorado, ya solo quería quitarse de encima a los incómodos viajeros.
—¡Abrid las puertas! —ordenó a sus hombres. 
Klaus y Fanni se calzaron las metálicas garras de hielo para poder caminar en la nieve y se alejaron rumbo a la montaña. Los que les miraban desde los muros siguieron la túnica roja de Klaus hasta que desapareció engullida por los copos que arrastraba la ventisca. 
Caminaron durante horas por pendientes caminos. Klaus admiraba a la chica en silencio, a pesar del inclemente tiempo, las adversidades del camino y la carga que transportaba no se quejó ni en una ocasión. Incluso a él le crujía la espalda por el esfuerzo, las canas que poblaban su cabello no eran precisamente signos de juventud, pero él también aguantó sin rechistar.
Klaus se detuvo y levantó el brazo en silenciosa señal para que Fanni hiciera lo mismo. Creía haber detectado algo moviéndose tras una roca y un amortiguado crujido le llegaba desde la misma posición. Se agachó y avanzó a gatas, indicando a su compañera que permaneciera en el sitio. El movimiento no venía de detrás de la gran piedra, ni siquiera se trataba de una piedra realmente. Era un troll, su dura piel se confundía fácilmente con las rocas. Estaba sentado y de espaldas, ignorante de la presencia del humano. Incluso en aquella posición su tamaño era mayor que el de Klaus, en pie debía duplicarlo de largo. El ruido lo producía la imponente criatura al roer unos largos huesos. Delante del troll pudo distinguir una mancha roja que contrastaba con el manto de virginal nieve blanca, restos de ropa destrozada veíanse esparcidos a su alrededor. El viejo guerrero no pudo evitar pensar en el padre de la pequeña Ilma. La furía se apoderó de él, se puso en pie respirando pesadamente y sacó la pesada hacha de su funda. La aferró con fuerza para espantar el miedo que amenazaba en los bordes de su conciencia y se lanzó a la carga profiriendo un gutural grito de guerra que ya usaban sus antepasados vikingos. 
El monstruo se dio la vuelta al escuchar el alarido, todavía sujetaba en su mano una tibia a la que intentaba sorber el tuétano y su expresión era estúpida. Los trolls no tenían depredadores naturales y no parecía entender la intención de aquel hombrecillo que se acercaba hacia él gritando como un loco. Lo entendió cuando el filo del hacha de dos manos arrancó un trozo de su muslo. La criatura se puso en pie profiriendo un chillido de dolor que era como un desagradable chirrido, desechó los restos de su siniestro festín y se encaró hacia el humano con los brazos abiertos, deseando hacerle pagar al insolente insecto las molestias que le había ocasionado. En pie resultaba todavía más impresionante, con casi cinco varas de alturas y una envergadura de casi dos medidas de hombro a hombro. Su rostro inhumano apenas tenía facciones, dos hendiduras circulares hacían la función de ojos y otra bajo ellos era su boca. La pétrea piel aparecía cubierta de musgo, cuando los trolls “dormían” resultaban indistinguibles de cualquier formación rocosa. Lo extraño era que aquellas criaturas raramente dejaban sus grutas subterráneas, la luz no les gustaba. Aunque bien era cierto que con la interminable nevada hacía ya más de una semana en la que el astro rey no había aparecido en el cielo, siempre oculto tras la gruesa capa de nubes. 
Dos flechas chocaron contra la dura coraza natural de la criatura, una se clavó en el cuello y la otra se rompió, incapaz de penetrar el blindaje. Klaus echó un rápido vistazo a su espalda y pudo ver a Fanni, que ya se apresuraba a realizar un nuevo disparo. 
El troll realizó un barrido con el brazo derecho que envió a Klaus volando por los aires a más de tres varas de distancia. La imprevista rapidez del monstruo le cogió por sorpresa, bufó cansado cuando rodó sobre la nieve.
—Estoy demasiado viejo para esto —susurró entre dientes antes de volver a levantarse.  

CONTINUARA.


viernes, 13 de diciembre de 2019

SOLSTICIO DE SANGRE (PARTE 1)

SOLSTICIO DE SANGRE

Capítulo I

Sekke se frotaba las manos para atajar el frío. Ni la gruesa capa ni los guantes forrados conseguían atajar la gélida sensación de su cuerpo. La brisa que llegaba de las montañas le entumecía la poca piel que quedaba expuesta a las inclemencias del tiempo. Desde la torre de vigilancia del muro norte tenía una amplia vista de los alrededores de la ciudad, que ahora lucían cubiertos por el blanco manto de la nieve invernal. Estaba siendo una guardia aburrida, nadie en su sano juicio se aventuraría a salir con la endemoniada ventisca y la fina nevada que aún insistía. Mal día para salir a pasear.

Un movimiento en la lejanía le sacó de su ensimismamiento. Fue apenas una sombra distinguida entre los copos que caían. Por un momento dudó que se tratara de su imaginación, pero al poco la volvió a divisar. A pesar de la distancia pudo adivinar que no era una silueta alta, quizás un lobo al que el hambre le había hecho aventurarse cerca de la pequeña ciudad. Su paso era tambaleante e inseguro, una ráfaga de viento despejó la nevada por unos instantes y descubrió que era una figura humana. Iba sola y parecía agotada. Sekke comenzó a echar de menos el aburrimiento cuando dio la voz de alarma.

Pocos minutos después, uno de los jinetes del conde Miska salió al galope en cuanto se abrió el puente levadizo. Muchos curiosos habían subido al muro y Sekke tenía ahora abundante compañía. El hombre a caballo no tardó demasiado en llegar a la altura del misterioso visitante y con facilidad lo aupó a la grupa de su montura, para de inmediato regresar a la seguridad de los muros. Conforme se acercaba Sekke observó que era una niña, apenas unos diez años de edad. Un nudo le subió a la garganta al vigía, aquello no podía significar nada bueno.

Una vez en el interior cubrieron a la niña con mantas y alguien trajo un tazón de sopa caliente, pero ella no la probó. Estaba muy asustada y debía haber corrido una larga distancia, en sus brazos y cara se veían las señales de las zarzas y ramas bajas con las que se había cruzado en su carrera.

Fue una joven llamada Fanni, la hija del molinero, la que consiguió tranquilizarla. No sin antes dispersar a todos los moscones que rodeaban a la niña y la miraban como a un fenómeno de feria. Era una mujer con carácter aunque tenía mucha mano con los niños, todos la adoraban.

El sargento de guardia, un veterano llamado Lari, se acercó a hablar con Fanni.

—¿Qué has podido averiguar? —preguntó Lari sin ningún protocolo.

—No demasiado. Su nombre es Ilma y vive en la aldea de Pyhä Vuori. Dice que su pueblo ha sido atacado por trolls —dijo Fanni en voz baja.

El sargento no se sorprendía con facilidad, tenía una larga historia como combatiente y había visto su buena dosis de cosas increíbles. Pero… ¿Trolls? Nadie vivo recordaba haber visto ninguno, la mayoría creía que no eran más que historias de viejas para asustar a los mocosos revoltosos. Aquello debía saberlo el conde de inmediato.

—Fanni, coge a la niña y vente conmigo —ordenó.

La joven así lo hizo y partió tras el sargento Lari por el empedrado camino que conducía al castillo del conde Miska. Hoy había Consejo en el Salón Principal, allí podría encontrarlo. Conocía bien el camino.

Al verle entrar en el gran salón todas las miradas convergieron en Lari y sus dos acompañantes. La expresión adusta de su rostro anticipaba malas nuevas.

—¿Qué es lo que ocurre, sargento? —preguntó el conde Miska desde el asiento que presidía la mesa del Consejo.

—Esta niña —dijo señalando a la pequeña Ilma—, acaba de llegar sola y magullada desde Pyhä Vuori. Afirma que unos trolls han atacado el poblado.

—Su padre y ella consiguieron huir. Por lo poco que sé, el padre quedó atrás para retrasar a sus perseguidores —añadió Fanni.

El sargento lanzó una mirada de reproche a Fanni. A las mujeres que no eran nobles no les estaba permitido hablar en el Consejo sin la debida autorización, pero a ella esas cosas parecían darle igual.

—¿Trolls? ¿En serio? —se burló el conde.

—Es lo que ha dicho, señor —respondió el sargento sin ápice de humor.

Las miradas inquisitivas del juez, del capitán de la guardia y del obispo coincidieron sobre el conde. Los miembros del Consejo esperaban que tomara una decisión.

—¿Qué queréis que haga? Mandar a la guardia es una locura con los pasos bloqueados por la nieve —preguntó a los consejeros.

—Si la niña pudo hacerlo, creo que mis hombres también podrán.

El lapidario comentario del capitán puso una hosca mueca en el rostro del conde.

—Es una locura, los trolls no son más que una leyenda. Arriesgar a nuestras tropas por las fantasías o los delirios de una niña es estúpido. Podríamos mandarlos de cabeza a una trampa de los rebeldes —se justificó el noble.

—En Pyhä Vouri siempre han pagado sus impuestos y no han dado muestras de desafiar vuestra autoridad jamás —le recordó el magistrado a su señor.

—No se trata de mí sino de la lealtad al rey —espetó el conde.

—Es difícil ser leal a un rey que jamás ha pisado esta tierra y que gobierna desde un lujoso castillo al otro lado del mar.

Los ojos del conde Miska brillaron con furia. El viejo obispo Klaus era un incordio, le mantenía en el Consejo por mero formalismo. Era obligatorio que un representante del clero tuviera un asiento, algo que Miska seguía cumpliendo. Si bien era cierto que nunca ninguno de sus consejos y sugerencias eran tenidos en cuenta. De no haber sido por sus fueros eclesiásticos lo habría enviado hace tiempo ya a la justicia por sedición. Además el sacerdote contaba todavía con muchos defensores entre los habitantes de la ciudad.

—Por suerte para el reino vos no decidís la política a seguir —ninguneó el conde al obispo, como solía ser la norma—. No voy a contarle al rey que he enviado un destacamento de guardias en busca de unos trolls y que dejé el castillo desguarnecido. Pensará que somos unos estúpidos e ignorantes pueblerinos.

—Estúpidos son los que olvidan la historia y los viejos pactos —insistió el obispo Klaus.

—Primero rebelión contra el rey y ahora herejía contra la Iglesia. Me lo estáis poniendo muy fácil últimamente, querido obispo —dijo el conde con una sarcástica sonrisa.

El capitán Nooa decidió intervenir antes de que la discusión pasara a mayores.

—Caballeros, hemos de tomar una determinación…

—Ya está tomada. De ser cierta la increíble historia de esta cría tampoco llegaríamos a tiempo de salvarles. Los caminos están impracticables para la caballería y el riesgo de emboscada es enorme. Mandaremos una patrulla cuando cese la nevada —interrumpió el conde.

Ni el capitán de la guardia ni el juez dijeron nada. Se limitaron a agachar la mirada. Pero no así el obispo Klaus, su rostro estaba tan rojo de furia como su túnica y resaltaba aún más enmarcado por su cabello y su poblada barba blanca.

—No sois más que un cobarde. ¡Estáis condenando a muerte a siervos leales que esperan vuestra protección!

—¡Se acabó! No toleraré más faltas de respeto por vuestra parte. Si no fuerais un hombre de la iglesia os atravesaría aquí mismo con mi espada por tamaña insolencia —explotó el conde.

—Mantengamos las formas, os lo ruego —suplicó el magistrado desde su asiento con cara de susto.

Las discusiones entre el conde y el obispo eran habituales, pero la de hoy había llegado a unas cotas de hostilidad no vistas con anterioridad.

La intervención del juez pareció apaciguar algo los ánimos del conde que volvió a recuperar su socarrona expresión.

—El reino no puede hacer nada por ellos. Ahora están en manos de Dios. Ese es vuestro territorio, podéis rezar por ellos en la iglesia. Aquí ya no sois necesario —dijo el conde.

—Haré algo mejor que eso, yo mismo iré a la aldea —respondió el obispo Klaus.

El capitán Nooa abrió los ojos como platos.

—No podéis estar hablando en serio —dijo el militar.

—¿Tengo cara de estar bromeando?

La respuesta a la pregunta era un no rotundo, en pocas ocasiones había visto el capitán a alguien con tanta determinación.

—Pero sois el obispo, no un hombre de armas. Y os necesitamos en la ciudad —trató de convencerle el juez.

—Tuve una vida intensa y plena antes de ser clérigo. Luché en Östergötland y sé cómo manejar un hacha. Si no regreso el padre Hannes está más que preparado para asumir mi labor.

La referencia al fallido levantamiento contra el rey de Dinamarca no pasó inadvertida para nadie. Los rebeldes a las órdenes del granjero Nils Dacke llegaron a tomar la capital, pero fueron obligados a retirarse cuando el rey regresó con varios regimientos mercenarios de la Liga Hanseática. Perseguidos y diezmados fueron finalmente dispersados en los bosques de Smäland. Aunque hacía más de veinte años del suceso gran parte del pueblo los seguía considerando héroes.

Al ver la férrea voluntad del obispo, el capitán de la guardia se dirigió al conde Miska:

—Mi señor, solicito permiso para que le acompañe un grupo reducido de guardias al menos —insistió.

—¿Cuántas veces he de decir que no voy a arriesgar ni un solo hombre del rey? —atajó el conde de una vez por todas la cuestión.