SOLSTICIO DE SANGRE
Capítulo I
Sekke se frotaba las manos para atajar el frío. Ni la gruesa capa ni los guantes forrados conseguían atajar la gélida sensación de su cuerpo. La brisa que llegaba de las montañas le entumecía la poca piel que quedaba expuesta a las inclemencias del tiempo. Desde la torre de vigilancia del muro norte tenía una amplia vista de los alrededores de la ciudad, que ahora lucían cubiertos por el blanco manto de la nieve invernal. Estaba siendo una guardia aburrida, nadie en su sano juicio se aventuraría a salir con la endemoniada ventisca y la fina nevada que aún insistía. Mal día para salir a pasear.
Un movimiento en la lejanía le sacó de su ensimismamiento. Fue apenas una sombra distinguida entre los copos que caían. Por un momento dudó que se tratara de su imaginación, pero al poco la volvió a divisar. A pesar de la distancia pudo adivinar que no era una silueta alta, quizás un lobo al que el hambre le había hecho aventurarse cerca de la pequeña ciudad. Su paso era tambaleante e inseguro, una ráfaga de viento despejó la nevada por unos instantes y descubrió que era una figura humana. Iba sola y parecía agotada. Sekke comenzó a echar de menos el aburrimiento cuando dio la voz de alarma.
Pocos minutos después, uno de los jinetes del conde Miska salió al galope en cuanto se abrió el puente levadizo. Muchos curiosos habían subido al muro y Sekke tenía ahora abundante compañía. El hombre a caballo no tardó demasiado en llegar a la altura del misterioso visitante y con facilidad lo aupó a la grupa de su montura, para de inmediato regresar a la seguridad de los muros. Conforme se acercaba Sekke observó que era una niña, apenas unos diez años de edad. Un nudo le subió a la garganta al vigía, aquello no podía significar nada bueno.
Una vez en el interior cubrieron a la niña con mantas y alguien trajo un tazón de sopa caliente, pero ella no la probó. Estaba muy asustada y debía haber corrido una larga distancia, en sus brazos y cara se veían las señales de las zarzas y ramas bajas con las que se había cruzado en su carrera.
Fue una joven llamada Fanni, la hija del molinero, la que consiguió tranquilizarla. No sin antes dispersar a todos los moscones que rodeaban a la niña y la miraban como a un fenómeno de feria. Era una mujer con carácter aunque tenía mucha mano con los niños, todos la adoraban.
El sargento de guardia, un veterano llamado Lari, se acercó a hablar con Fanni.
—¿Qué has podido averiguar? —preguntó Lari sin ningún protocolo.
—No demasiado. Su nombre es Ilma y vive en la aldea de Pyhä Vuori. Dice que su pueblo ha sido atacado por trolls —dijo Fanni en voz baja.
El sargento no se sorprendía con facilidad, tenía una larga historia como combatiente y había visto su buena dosis de cosas increíbles. Pero… ¿Trolls? Nadie vivo recordaba haber visto ninguno, la mayoría creía que no eran más que historias de viejas para asustar a los mocosos revoltosos. Aquello debía saberlo el conde de inmediato.
—Fanni, coge a la niña y vente conmigo —ordenó.
La joven así lo hizo y partió tras el sargento Lari por el empedrado camino que conducía al castillo del conde Miska. Hoy había Consejo en el Salón Principal, allí podría encontrarlo. Conocía bien el camino.
Al verle entrar en el gran salón todas las miradas convergieron en Lari y sus dos acompañantes. La expresión adusta de su rostro anticipaba malas nuevas.
—¿Qué es lo que ocurre, sargento? —preguntó el conde Miska desde el asiento que presidía la mesa del Consejo.
—Esta niña —dijo señalando a la pequeña Ilma—, acaba de llegar sola y magullada desde Pyhä Vuori. Afirma que unos trolls han atacado el poblado.
—Su padre y ella consiguieron huir. Por lo poco que sé, el padre quedó atrás para retrasar a sus perseguidores —añadió Fanni.
El sargento lanzó una mirada de reproche a Fanni. A las mujeres que no eran nobles no les estaba permitido hablar en el Consejo sin la debida autorización, pero a ella esas cosas parecían darle igual.
—¿Trolls? ¿En serio? —se burló el conde.
—Es lo que ha dicho, señor —respondió el sargento sin ápice de humor.
Las miradas inquisitivas del juez, del capitán de la guardia y del obispo coincidieron sobre el conde. Los miembros del Consejo esperaban que tomara una decisión.
—¿Qué queréis que haga? Mandar a la guardia es una locura con los pasos bloqueados por la nieve —preguntó a los consejeros.
—Si la niña pudo hacerlo, creo que mis hombres también podrán.
El lapidario comentario del capitán puso una hosca mueca en el rostro del conde.
—Es una locura, los trolls no son más que una leyenda. Arriesgar a nuestras tropas por las fantasías o los delirios de una niña es estúpido. Podríamos mandarlos de cabeza a una trampa de los rebeldes —se justificó el noble.
—En Pyhä Vouri siempre han pagado sus impuestos y no han dado muestras de desafiar vuestra autoridad jamás —le recordó el magistrado a su señor.
—No se trata de mí sino de la lealtad al rey —espetó el conde.
—Es difícil ser leal a un rey que jamás ha pisado esta tierra y que gobierna desde un lujoso castillo al otro lado del mar.
Los ojos del conde Miska brillaron con furia. El viejo obispo Klaus era un incordio, le mantenía en el Consejo por mero formalismo. Era obligatorio que un representante del clero tuviera un asiento, algo que Miska seguía cumpliendo. Si bien era cierto que nunca ninguno de sus consejos y sugerencias eran tenidos en cuenta. De no haber sido por sus fueros eclesiásticos lo habría enviado hace tiempo ya a la justicia por sedición. Además el sacerdote contaba todavía con muchos defensores entre los habitantes de la ciudad.
—Por suerte para el reino vos no decidís la política a seguir —ninguneó el conde al obispo, como solía ser la norma—. No voy a contarle al rey que he enviado un destacamento de guardias en busca de unos trolls y que dejé el castillo desguarnecido. Pensará que somos unos estúpidos e ignorantes pueblerinos.
—Estúpidos son los que olvidan la historia y los viejos pactos —insistió el obispo Klaus.
—Primero rebelión contra el rey y ahora herejía contra la Iglesia. Me lo estáis poniendo muy fácil últimamente, querido obispo —dijo el conde con una sarcástica sonrisa.
El capitán Nooa decidió intervenir antes de que la discusión pasara a mayores.
—Caballeros, hemos de tomar una determinación…
—Ya está tomada. De ser cierta la increíble historia de esta cría tampoco llegaríamos a tiempo de salvarles. Los caminos están impracticables para la caballería y el riesgo de emboscada es enorme. Mandaremos una patrulla cuando cese la nevada —interrumpió el conde.
Ni el capitán de la guardia ni el juez dijeron nada. Se limitaron a agachar la mirada. Pero no así el obispo Klaus, su rostro estaba tan rojo de furia como su túnica y resaltaba aún más enmarcado por su cabello y su poblada barba blanca.
—No sois más que un cobarde. ¡Estáis condenando a muerte a siervos leales que esperan vuestra protección!
—¡Se acabó! No toleraré más faltas de respeto por vuestra parte. Si no fuerais un hombre de la iglesia os atravesaría aquí mismo con mi espada por tamaña insolencia —explotó el conde.
—Mantengamos las formas, os lo ruego —suplicó el magistrado desde su asiento con cara de susto.
Las discusiones entre el conde y el obispo eran habituales, pero la de hoy había llegado a unas cotas de hostilidad no vistas con anterioridad.
La intervención del juez pareció apaciguar algo los ánimos del conde que volvió a recuperar su socarrona expresión.
—El reino no puede hacer nada por ellos. Ahora están en manos de Dios. Ese es vuestro territorio, podéis rezar por ellos en la iglesia. Aquí ya no sois necesario —dijo el conde.
—Haré algo mejor que eso, yo mismo iré a la aldea —respondió el obispo Klaus.
El capitán Nooa abrió los ojos como platos.
—No podéis estar hablando en serio —dijo el militar.
—¿Tengo cara de estar bromeando?
La respuesta a la pregunta era un no rotundo, en pocas ocasiones había visto el capitán a alguien con tanta determinación.
—Pero sois el obispo, no un hombre de armas. Y os necesitamos en la ciudad —trató de convencerle el juez.
—Tuve una vida intensa y plena antes de ser clérigo. Luché en Östergötland y sé cómo manejar un hacha. Si no regreso el padre Hannes está más que preparado para asumir mi labor.
La referencia al fallido levantamiento contra el rey de Dinamarca no pasó inadvertida para nadie. Los rebeldes a las órdenes del granjero Nils Dacke llegaron a tomar la capital, pero fueron obligados a retirarse cuando el rey regresó con varios regimientos mercenarios de la Liga Hanseática. Perseguidos y diezmados fueron finalmente dispersados en los bosques de Smäland. Aunque hacía más de veinte años del suceso gran parte del pueblo los seguía considerando héroes.
Al ver la férrea voluntad del obispo, el capitán de la guardia se dirigió al conde Miska:
—Mi señor, solicito permiso para que le acompañe un grupo reducido de guardias al menos —insistió.
—¿Cuántas veces he de decir que no voy a arriesgar ni un solo hombre del rey? —atajó el conde de una vez por todas la cuestión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario