Libro de Hob
Entrada del 29.05.1377, Era de la Bestia:
En el primer salto fui un ogro.
―¡Vamos abuelo, más rápido! ¡Venga, que nos vamos a quedar sin sitio!
Y ahí estaba yo, plantado en medio del paso de cebra, mientras mis dos nietos tironeaban con energía de mí hacia el otro extremo de la calzada.
La franquicia Héroe o Bestia había abierto un enorme y luminoso salón de juego virtual en el centro y allí me arrastraban mis impacientes chicos, presos de esa fiebre colectiva por jugar que había invadido a todo el mundo.
Yo había oído algo en los informativos de la 37 sobre esas nuevas Consolas Terminal de simulación virtual que Héroe o Bestia de Media Games había patentado en exclusiva para todos sus jugadores virtualizados; un modelo portentoso y revolucionario que dejaba a sus antecesores en la prehistoria tecnológica; pero no tomé en demasiada consideración las alabanzas con que la ensalzaban. Para mí, ir allí a jugar con una consola, por muy sofisticada que fuera, no representaba nada diferente a ir a uno de aquellos viejos salones de videojuegos a los que tan aficionado era de joven.
Sonreí para adentro al recordar en destellos fugaces que había sido un habilidoso jugador de la Play en mis tiempos.
Un rumor llegó a mí, se percibía como un eco lejano de clamores de batalla, ominosos sonidos guturales y salmodias demoníacas, que sumían en un sepulcral vacío sonoro los alrededores. El cráneo de Bahal, la Bestia, nos fulminaba con sus ígneas pupilas desde lo alto, con el nombre de la franquicia flotando en la sangre humana que chorreaba por sus quijadas: Héroe o Bestia. Sentí un escalofrío. Bajo el tétrico cartel, que se alargaba palpitante toda la fachada, en una sección de la calle, los escaparates holográficos con escenas cambiantes de Nueva Pangea en pugna, impregnaban toda la escena con un resplandor espeso y brumoso, que contribuía a acrecentar la implacable sensación de temor y misterio que te envolvía al contemplarlos. No pude atisbar nada del interior.
En un extremo del horizonte animado al que me arrastraban velozmente mis nietos, se recortaban los postes, desvencijados y ennegrecidos por el tiempo, de un portal de madera realizado por manos toscas, del que colgaba, en herrumbrosas cadenas, un blasón de armas de los monjes Lupercanos (así lo señalaron los chicos), con su lamento oxidado por bienvenida. O quizás a modo de aviso.
Tras el solitario umbral, no veías el interior del local, la vista se adentraba en un camino serpenteante que ascendía hasta una abrupta peña, coronada por un sombrío castillo de aceradas agujas y lóbregas torres. Daba la sensación de que realmente ibas a traspasarlo y en lugar de entrar en el edificio, tus pies iban a pisar las losas del camino que comenzaba allí.
―¿Estáis seguros de entrar ahí, niños ?― les pregunté inseguro a las puertas del salón, sin refrenar un leve estremecimiento de emoción mientras el primero desaparecía ante mis ojos. “Dichosa tecnología” acerté a pensar.
―Sí, vamos, te va a gustar― respondió el otro, medio cuerpo dentro ya…
―¡Por los colmillos podridos de Boldig el Hambriento, os voy a destripar a todos y luego machacaré vuestros huesos hasta reducirlos a masilla para pintura!― bramé, enajenado de furor guerrero, mientras me quitaba de en medio a un horrorizado humano, que salió despedido y desapareció en la niebla con un quejido estertóreo.
Me sentía grande y poderoso, inconmensurable frente a los ridículos humanos y sus patéticos alaridos, retorciéndose como gusanos por entre mis piernas. Podía quebrar sus espinazos con una sola mano, igual que si partieran ellos una ramita del bosque. Mis puños eran mazos que descargaban muerte. Me divertía viéndolos morir; ya había matado a una docena de esas alimañas esa mañana. Aunque no supiesen tan sabrosos como los Porkomínidos, eran puro nervio, servían para aplacar momentáneamente mi apetito insaciable.
Los sapiens no eran rivales para mí, un Homo Ogris, especie superior engendrada por designio de Bahal, el Dios Bestia, que reina sobre todas las Razas Bestiales desde Selene, sobre Nueva Pangea. Yo era de la estirpe de Ogyr, el Gran Devorador, uno de los Metamorfos creados por Bahal. Nuestra raza era la más poderosa de cuantas se habían engendrado, más incluso que la de los aborrecibles Trollensis, muy voluminosos pero sin cerebro para pensar. El odio se apoderó de mí al pensar en ellos: “¡Poco más que bestias!”, me dije, sintiendo que la rabia aumentaba mis ansias de destrucción.
Había dos empavorecidos más, de ojos desorbitados, apuntándome con lanzas temblorosas. A estos quise matarlos de forma especial. Al primero le descerrajé un tiro de mi pistola de Magia Ray-Brand, que lo tumbó en medio de una estruendosa explosión negra. Aquella arma funcionaba de maravilla, estaba encantado con ella. La había adquirido recientemente en justa lid contra un mentecato Caprensis, que pretendía medirse conmigo el muy iluso. ¡Nada puede con un ogro!
El otro humano, que corría sin armas para eludir la muerte inexorable, fue triturado por el puño de hierro tachonado que tanto adoro. El crujir de sus huesos hechos añicos sonaba como lo que ellos llaman música para mis oídos. No pude contener una carcajada al ver una extremidad que se agitaba alocada como la cola de un Homo Saurus. “¡Ja, ja, ja!”.
Me había quedado aislado de mi grupo o quizás ya habían caído los demás. No lo podía determinar con certeza por la turbación que me invadía. Unos segundos antes, por el rabillo del ojo, había visto tragarse súbitamente la niebla a Fruth, de la tribu de los Comeojos, y desde hacía un tiempo que no supe concretar, tampoco se oían las amenazas e insultos salidos de la ancha garganta de Groor, ni los alaridos de frenesí devorador de algún otro congénere con un caído.
Nos habían vendido. Lo supe en el momento en que aquellos malditos enclenques que se dicen hombres comenzaron a temblar como gelatina dentro de sus vaporosas armaduras sudadas. Nos estaban guiando al matadero, engañados con la promesa de piezas de oro y magia. ¡Qué generosos con el oro habían sido! Ya se lo dije a los demás, no se podía hacer tratos con una especie inferior que no conoce la palabra ni el honor, pero su inmensa voracidad era más fuerte que su razón.
―Voy a encontrar al mal nacido que esté detrás de esto y devoraré sus entrañas con sumo placer ―rugí, golpeteando estruendosamente mi espadón de hierro contra mi protector ventral, cuyo estrépito era engullido al instante por el ambiente.
En torno a mí no se apreciaban signos de lucha. Solo un espeso silencio, tanto como lo era la niebla en esa quebrada. Todo parecía haberse detenido excepto aquellos zarcillos de un blanquecino anormalmente lánguido, que lo cubría todo con su manta opaca. Mi respiración entrecortada y el bombeo de mi corazón, que hacían retemblar las placas de hierro de mis muslos, eran lo único que se podía percibir en ese lugar cargado de amenaza. A mis espaldas tampoco podía discernirse más que contornos imprecisos, sombras y algún muñón sanguinolento sobresaliendo por entre los remolinos nebulosos. Frente a mí la oscuridad insondable del angosto paso, como si las grandes fauces de Ogyr me llamaran a su seno. Ni rastro del resto de mi compañía. Sentí un creciente furor extenderse por toda mi oronda tripa. Estaba tan excitado, que me entró un deseo bestial de zamparme algo grande.
Nunca he destacado entre los de mi tribu por mi sagacidad, pero soy lo suficiente listo para deducir que aquellos escuálidos mascottes nos habían conducido hasta allí para entregarnos directamente a las manos de nuestro verdugo. Quien se atreviera a enfrentarse a una compañía de ogros y hacerlos desaparecer en cuestión de instantes, debería ser una criatura poderosa, reflexioné, enardecido por el olor de la sangre y la perspectiva de un buen festín con los ojos de mi cobarde enemigo, que nos había preparado esta ruin celada más propia de sapiens que de ninguna otra traicionera especie.
Los Rodentsis, esas ratas inmundas, no podían ser, habría escuchado sus detestables chillidos; nunca atacan solos. Además, siempre utilizan a esos cráneos vacíos de los Formínidos de avanzadilla. Nos habrían engullido como una marabunta. Los Homo Saurus poblaban Amasia y las junglas del sur de Euráfrika, quedaban descartados. No iban a desplazarse de sus opulentas reservas para pasar hambre en estas longitudes. ¿Un Osomínido, quizás? Los muy vagos comerciaban con los Sapiens para hibernar cómodamente en sus guaridas sin mover una zarpa. No, eso no era probable, no solían abandonar el Finíster, al norte de Euráfrika, y nosotros nos encontrábamos en el otro extremo del mundo, en los montes de El-Istán, al suroeste de Eurasia. Por otra parte, si la magia hubiera estado mezclada, habría olido su pestilencia en el aire como la que había dejado mi pistola de Magia Negra ganada al bovino.
Estaba ansioso por salir de dudas y enfrentarme con él. Cerré con fuerza mis manos en torno a la empuñadura de mi espadón mellado, sin importarme las heridas que me habían causado esos insectos, ni las saetas, que erizaban mi cuerpo y no contribuían sino a irritarme. Quería aplastarlo, descargar toda mi brutalidad en un combate a muerte y luego lucir sus manos en mi cinturón como trofeo.
―¡Por Ogyr, muéstrate y lucha contra mí, bastardo. Tus muslos serán un sabroso asado para mi cena!― desafié al aire frente a mí, aprestándome para el inminente enfrentamiento, mientras el retumbar de mi vozarrón caía como una losa sobre la garganta.
Una inmensa figura ogroide emergió de la oscuridad. Un exponente descomunal, acorazado de pies a cabeza, cuyos colmillos turgentes chasqueaban vehementes. Su único ojo ardía de odio asesino bajo el casco ennegrecido por la sangre seca de innumerables víctimas. Entre los cuchillos de toda clase que le pendían del cinto, había espacio para relucientes calaveras de diversas Razas Bestiales y un par de piezas informes de reciente adquisición, cuyo olor a descomposición lo precedía a decenas de metros.
...CONTINUARÁ
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