WinsTroll estaba poseído por la negra furia. ¡Aquel maldito sapiens estaba diezmando su hueste con armas sónicas! ¿Acaso los dwergos le habían traicionado, aliándose con los sapiens para quedarse con su rebaño? Cuando les pusiera las manos encima se iban a enterar de quién era él y de por qué le llamaban, no en vano, el Irascible. Pero eso ahora daba igual, primero se encargaría de proporcionar los más impensables sufrimientos a ese desgraciado, y, cuando solo quedaran pedacitos de su cuerpo, ya ajustaría cuentas con los dwergos.
¿Dónde se había metido? ¿Se había ocultado bajo tierra como esas ratas de los rodents? ¿Y si todo era un plan orquestado por ese intrigante de Roddor para causarle la ruina? Era bien sabido que el resto de Bestiae le profesaba grande ojeriza y que continuamente tramaban insidiosos planes para arrebatarle el poder. ¡Pero no lo conseguirían, no conocían la furia de un Trollensis! ¡Que intentaran plantar sus patéticas caras delante de WinsTroll y verían cuán atroz era su final!
Las largas patas de su montura se clavaban entre las piedras, sorteando a los guerreros que correteaban bajo ellas. Desde su elevada posición el troll tenía una visión estratégica de lo que les rodeaba. Los megarácnidos se movían de un lado para otro, inquietos, pugnando por encontrar el rastro del sapiens arrogante que se hacía llamar, ¿cómo había dicho la voz?, el Autarka. WinsTroll no tenía ni idea de qué podía significar eso, pero reconocía que sonaba sombrío y amenazador. ¿Qué era, un dios o algo así, que podía despistar a sus guerreros como si se hubiera evaporado en el aire?
-¡Ah, ahí estás, malandrín, ya has salido de tu agujero!
Sobre unas rocas a su derecha, se alzaba una figura desafiante, teñida por el rojo oscuro de la sangre seca, cuya barba y melena se agitaban al viento como un ominoso gallardete. Lo escrutaba con fría determinación, sin que nada conmoviera sus rasgos impávidos, retándolo con su mirara desafiante. En sus manos sostenía dos pistolas sónicas pero no eran las únicas armas que portaba. Sobre el pecho se distinguían dos pistolas Ray-Brand y tras la espalda descomunal asomaban las hojas negras de dos hachas. Un oponente formidable.
WinsTroll experimentó un temblor al contemplar la templanza y la seguridad que emanaban de su gigantesca figura. Tragó saliva para humedecer su garganta de repente seca. Nunca había visto un sapiens de ese tamaño y esa fortaleza. En ese breve lapso de temor la voz resonó en su interior: ¡Mata, mata, mata!
Se serenó un tanto cuando los megarácnidos se digirieron en masa hacia su objetivo; un océano de patas que desprendía fulgurantes tonos amarillos y negros.
***
El Autarka, erguido con altivez sobre las peñas, clavó su férrea mirada en el Troll y su monumental montura sin inmutase. Había llegado el momento de la verdad, lo único por lo que merecía la pena morir: por la emoción experimentada en el campo de batalla. Nada podía igualarse a esos segundos de agonía, cuando la vida abandonaba tu cuerpo y saboreabas la inminencia de la muerte. Esperaba que esa ocasión le brindara las más inalcanzables cotas del sufrimiento.
Los megarácnidos abrieron su formación y rodearon el promontorio. Eran miles, enormes como bueyes, con centelleantes ojos rebosantes de maldad y mandíbulas aterradoras, capaces de partir en dos a un toroceronte. No tenía escapatoria. Aunque eso no le causó impresión: era lo que deseaba más fervientemente. Echó un postrer vistazo hacia el río para asegurarse de que la chica corría a salvo, sin perseguidores, y luego esbozó una aviesa sonrisa, levantando parsimoniosamente sus pistolas sónicas hacia el enemigo, que estrechaba el círculo a pasos agigantados.
-¡Va a ser una espléndida batalla!
Y disparó.
Entonces, sin soltar el dedo del percutor, puso los brazos en cruz. Rotó como las aspas de un molino, girando y girando sin parar. Las ondas de infrasonidos lo barrían todo a diez metros a la redonda. Los megarácnidos continuaban su avance, indolentes a la destrucción, saliendo despedidos en todas direcciones, bien hechos pedazos, bien reventados como melones. La base del peñasco se cubría de restos viscosos de su icor verdoso; el aire se saturó de un insoportable hedor a vísceras y entrañas; partículas amarillas y negras volaban como silenciosos cometas.
Pero la marea seguía subiendo; un mar de peludas bestias anegaba el terreno circundante, metro a metro, cubriendo el islote de piedra en el que se alzaba el Autarka, quien había adoptado una expresión de éxtasis en su semblante contraído.
Cuando las pistolas sónicas se negaron a funcionar, impertérrito, las desechó con un gesto desdeñoso y empuñó el otro par que pendía de su arnés. Sus ojos estaban poseídos, la sangre le hervía de la exultación; un placer de inefable voluptuosidad le excitaba los ánimos, cada vez más exaltados. De esa manera siguió disparando a su alrededor, deleitándose con cada megarácnido que eliminaba.
Las Ray-Brand escupían una bola de fuego fuliginoso provocado por la munición de Magia Negra con que se recargaban. El blanco alcanzado estallaba en una masa de fuego que se expandía a su alrededor, cauterizando y abrasando lo que se encontraba a un radio de medio metro. No eran tan devastadoras como las pistolas sónicas pero causaban un gran estruendo que confundía a las bestias, que sentían pavor por las llamas.
Los megarácnidos no demostraban miedo hacia el fuego continuado de las Ray-Brand, aunque sí rompían la compacta formación para eludir sus bolas de fuego. Considerables brechas se abrieron en aquel amasijo moviente de reflejos amarillos y negros. Las explosiones fulguraban en sus miles de pupilas como lóbregas estrellas. Los inflados cuerpos de las bestias se arrugaban al ser lamidos por las llamas, pataleando espasmódicamente en el aire. Un cúmulo de cuerpos humeantes y carbonizados se comenzaba a erguir en la base del peñasco.
El Autarka gritaba enajenado de júbilo, mientras más y más megarácnidos subían por el creciente montón, en medio de las atronadoras detonaciones. No podía abarcar su alrededor con la misma eficiencia de antes y estaba comenzando a ser desbordado por su inacabable contingente.
WinsTroll reía desde su montura, disfrutando con el espectáculo; aquel circo de colores era tan semejante a sus calidoscopios. No le importaban las cuantiosas bajas que estaba sufriendo su hueste. Eso haría más sabroso el momento en el que lo despiezasen como a un Caprensis.
De repente las pistolas Ray-Bran agotaron su carga y enmudecieron. No había tiempo de recargar. En el segundo que tardó en soltarlas y blandir las hachas de su espalda, los megarácnidos ya habían ganado su posición sobre la cumbre de la roca.
El Autarka pegó un poderoso salto, escapando de un par de mandíbulas que se cerraron en el aire donde antes había estado su pierna, y aterrizó sobre el amasijo abrasado de abajo, levantando una nube de ceniza. Corrió en dirección Norte para alejar al máximo posible el escenario de la lucha de Justine, quien todavía corría riesgo de ser descubierta.
Las hachas de Porko comenzaron a cobrar incandescencia en las manos del Autarka, convirtiéndose en poderosas armas de destrucción masiva. Las runas de Magia de sus hojas emitían fúlgidos resplandores, envolviendo su cuerpo en una película luminosa. Todo lo que entraba en contacto con ella se prendía al instante.
-¡Vamos, esto acaba de comenzar!- retaba a los megarácnidos, fulminando con la vista al troll, quien de pronto enmudeció y trocó su rictus de alegría por una lividez de muerte.
El Autarka estaba completamente rodeado; los megarácnidos, atraídos por el resplandor de su hacha, confluían en él, pasando unas sobre otras en la agonía de acabar con su presa. Su inexorable avance amenazaba con sumergirlo bajo la frenética avalancha de patas y mandíbulas. El suelo, coloreado de vivos tonos amarillos y negros, parecía moverse bajo los pies del guerrero, cuyos brazos subían y bajaban como un autómata, hendiendo los cuerpos peludos de sus atacantes. Las hachas zumbaban una aciaga letanía, describiendo arcos luminosos; una estela de humo las perseguía, en tanto que las runas parecían flotar en el ambiente, como mensajes de destrucción.
Cada golpe, cada hachazo, generaba un estallido de luz; decenas y decenas de megarácnidos ardían por los aires, partidos en mil pedazos. La furia del Autarka era implacable. El fragor del combate había poseído su alma; era un trance sublime del que no quería salir. Cada muerte que infligía vigorizaba su ser, le infundía nuevas fuerzas, le mecía en su éxtasis terrenal.
Sin embargo sus enemigos seguían llegando sin descanso. Ya casi lo habían enterrado bajo su número. Resplandores ígneos se filtraban a través de la marabunta, como los latidos de un ser monstruoso.
-¡Arrrggghhh!- bramó de placer cuando una acerada pata le traspasó el hombro.
¡Por fin! Ahora le tocaba el turno al dolor; a esa deliciosa sensación que obnubilaba su mente de incomparable agonía.
Luego una mandíbula le cercenó el brazo por el codo: otro alarido de suntuosidad extrema. El hacha cayó al suelo junto con la mano que la aferraba. Pero todavía podía luchar; le quedaba la otra mano. Mientras sangraba profusamente por el muñón, asestó un golpe tras otro con el brazo sano, disfrutando de todos y cada una de las oleadas de dolor que le torturaban. ¡Así perecía un guerrero, sin lamentaciones, sin miedos, saboreando la gloria de su hazaña!
CONTINUARÁ...
No hay comentarios:
Publicar un comentario